El que busca encuentra...

sábado, 20 de enero de 2024

Marianita Montelongo


Oriunda de Durango, yo desconozco las circunstancias que la llevaron a Chihuahua y, específicamente, a casa de mi bisabuela María Marín. Encontrar la palabra precisa para describir su función dentro de la familia resulta difícil, ¿ayudante? ¿muchacha? ¿hija adoptiva?  ¿todas las anteriores? Lo que es claro es que llegó a Chihuahua siendo una adolescente apenas, acompañando a la hermana de mi bisabuela que iba de visita por temporadas, y en alguna de esas sucedió que Marianita, quien trabajaba para ella en Durango, tuvo la oportunidad de unirse a ese viaje que le cambiaría la vida - decidiría quedarse en Chihuahua el resto de sus días, formando así parte de nuestra familia a partir de ese momento.


Estuvo siempre allí, desde ese día, servicial, entregada y completamente comprometida con mi bisabuela y la familia. Vio crecer a mi padre, le vio hacer sus travesuras y sus vagancias de juventud, y según me cuenta mi padre, fue incluso cómplice de algunas, y calló en numerosas ocasiones para no generarle problemas. Posteriormente me vio crecer a mí y a mi hermano, y eventualmente al resto de los primos hermanos. Fue siempre una mujer tranquila, alegre, pacífica, pero sobretodo sencilla. Nunca la escuché quejarse de esto o aquello, nunca la vi gastar en innecesariedades, o que tuviera algún gusto específico que pudiera considerarse levemente un lujo o un capricho. Estaba allí para ayudar a mi bisabuela y es claro que entablaron una relación de décadas de maternidad postiza- probablemente Marianita vio en ella una figura materna, bondadosa y de corazón noble para decidir pasar a su lado el resto de su vida.


De niño la recuerdo en la cocina, preparando delicioso spaghetti, carne en su jugo, papas a la francesa caseras. La recuerdo manteniendo todo como le gustaba a la Bisa, en orden, en su lugar, limpio, el hogar listo para recibir alguna visita. Cabe mencionar que mi Bisa viviría hasta sus 99 años, lo que significa que Marianita pasó a su lado aproximadamente cincuenta años. ¡Qué duro le habría pegado la muerte de mi bisabuela! La familia le dio la opción de volver a Durango, pero su respuesta fue conmovedora y tajante: “Ustedes son mi familia, yo aquí me quedo”. 


Ya de más adolescente tuve ocasión de llegar a conocerla un poco mejor, platicábamos seguido y resulta que a Marianita le gustaba leer mucho. A decir verdad no resulta sorprendente pues era una mujer de épocas anteriores, cuando la televisión no era ni siquiera tan popular, por lo que supongo que, en compañía de mi Bisabuela que había nacido a inicios de 1900, se habría acostumbrado a una vida sencilla, tranquila y callada, horas de silencio y canto de los pájaros en el jardín… ese tipo de cosas. En su cuarto seguramente tendría ocasión de leer seguido, y era una apasionada de la historia mexicana. En algún punto estudiando yo la carrera tuve ocasión de dejarle un par de libros para que los leyera, y como en aquellos años íbamos a comer con la Bisabuela cada semana, me sorprendió que era ávida lectora y en cuestión de días se había leído las recomendaciones. No sólo eso, complementaba su opinión con cosas que había leído en alguna otra parte, y discutíamos un poco los contenidos y los hallazgos históricos. 


De las cosas más memorables de Marianita era su virtuosa memoria, que claramente, habiendo pasado décadas como parte de la familia, habría escuchado incontables chismes, historias, datos, sueños, anhelos, quejas y demás, y las habría de escuchar no una, sino incontables veces. Y es así que cuando nos juntábamos a comer y estábamos sentados al rededor de la mesa -Marianita comía en la cocina en lo que seguía preparando algún platillo- alguien tocaba algún tema o contaba alguna historia y decía algún dato incorrecto (p. Ej. “…sí, el bisabuelo Pomposo Aguilera había nacido en la Hacienda Jicorica en 1834…”), se escuchaba la voz desde la cocina corregir al pobre inculto: “No, en 1836, y no nació en la Hacienda, nació en el pueblo de al lado y a los pocos años se mudaron por el trabajo de su padre a la Hacienda”…

Los allí presentes nos volteábamos a ver con ojos perplejos, pero la conversación seguía sin hacerle mayor énfasis o reconocimiento al dato de Marianita. 


Por eso mismo digo que ya más tarde en mi vida, un poco menos imberbe y un poco más sabiendo apreciar la historia familiar, era un gusto escuchar a Marianita corregir, aumentar, editar y verificar datos de índole familiar o histórica. Con el paso de los años, y desde su muerte en diciembre de 2013, siento que muchas veces a lo largo de su vida no le dimos el lugar que se merecía, y espero que al menos haya sentido que, con todo y las carencias o defectos que todos tuvimos para con ella, era parte de la familia y llenaba espacios con su presencia y su enorme alma. Mujer de risa fácil, de conversación interesante y por demás servicial. 


Hacia los últimos años de su vida, Marianita fue acumulando diversos problemas de salud que hacían de su vida en soledad en la otrora casa de la Bisa algo problemático; nunca había alguien allí para estar al tanto de ella, y habría ocasiones en las que tomaba el teléfono y le marcaba a mi madre, a quien quería con todo el corazón, para pedirle apoyo. Eventualmente los adultos de la familia tomaron la decisión en conjunto con Marianita que lo mejor sería que fuera admitida en un Asilo de Ancianos en donde estaría rodeada de gente para platicar, y servicios médicos al tanto de su situación. Claro, esto me duele ahora que lo analizo años después, pero supongo que las decisiones fueron tomadas sin intención de deshacerse de ella, o nada por el estilo. La fuimos a visitar regularmente, pero no con la constancia que se hubiera merecido. 


La última Navidad que pasamos con ella, en 2013, la fueron a recoger al asilo y la llevaron a casa de mi tía, en donde cenaríamos en familia. Marianita se veía contenta de estar rodeada de todos, y supongo que habremos platicado un rato, intercambiado regalos, etcétera. Algo que me queda grabado en la memoria es que hubo una actividad de tipo religiosa en la que (ya no recuerdo los detalles) alguien dentro de la familia se “sacaba al niño Dios”, lo que quería decir que lo tendría en su hogar durante un año para cuidarlo y ser bendecidos. Esa Navidad, Marianita se sacó al niño Dios, pero como prediciendo algo que nadie más sabía, decidió pasárselo a mi Madre y encargárselo en su lugar. A los pocos días de esa Navidad falleció en el Asilo, y su último gran gesto generoso y amoroso fue pasarle a mi Madre esa bendición.


Desde que traigo esta espinita genealógica e histórica me puse a averiguar datos de los bisabuelos, y si bien sabía que mi Bisabuela fue cremada, no sabía bien en dónde había quedado mi Bisabuelo, a quien nunca conocí. Averigüé que su tumba nunca había sido lapidada, es decir, era un rectángulo de cemento gris y misterioso, sin su nombre en ninguna parte. Este detalle me molestaba, como que sentí que nunca se le dio la importancia suficiente como para ir a ponerle un mármol con su nombre y sus fechas. Algo similar ocurrió con mi Bisabuela María y mi abuela Tete, cuyas urnas quedaron en posesión de mi Abuelo. Y para colmo, al fallecer el Abuelo, su urna y las otras dos quedaron en posesión de una tía. Total, ya hasta bromeábamos en familia que la casa de la tía era el nuevo mausoleo familiar.


El año pasado la espinita, específicamente de Marianita -quien en todo caso era la más susceptible a ser olvidada por el grosso familiar- me impulsó a proponer que mandáramos hacer una lápida en mármol con los nombres de los bisabuelos, los abuelos y de Marianita. Y así fue como orquesté a distancia con ayuda de mi padre y mis tías que se hiciera algo sencillo para poder darles un espacio digno y específico para descansar. 


Lo bonito de esto fue que desató un evento familiar en el que nos reunimos en el Panteón de Dolores, en Chihuahua, para ir y dar unas últimas palabras de agradecimiento y reconocimiento a todos esos miembros jerárquicos de las familia Aguilera-Marín-Mireles y Montelongo. Nos tomamos todos de la mano, y la palabra fue cediéndose a quien quisiera decir algo para Gregorio, María, Esther Alicia, Luis y Marianita. 


Me pareció un momento catártico y necesario, muchas lágrimas fueron derramadas, pero sobretodo se les dio el lugar y reconocimiento necesarios que, por esto o aquello, el tiempo y el andar del día a día había interrumpido por años un digno entierro con sus nombres visibles en un mármol. Existieron. Venimos de ellos. Forjaron a sus descendientes lo mejor que supieron y pudieron. Lograron, en general, formar una familia de gente sencilla y buena. Su sangre corre por la nuestra, y si en el caso de Marianita no es así, su amor constante, su entrega y su compañía de décadas fluyen en nuestras memorias y corazones, que es tan o más importante que la sangre.

domingo, 14 de enero de 2024

Aoto

Les pido a Shogo y Aoto que me acompañen, tengo algo que mostrarles. Nos ponemos los zapatos, Aoto -metódico como siempre- se cuelga al hombro su morral con sepa Dios qué cosas dentro mientras que Shogo se nota aflojerado y desalineado, como siempre. 

Subimos al Versa y los estudiantes japoneses, sin saber bien si uno de ellos debía subirse de copiloto conmigo o no, se sientan detrás, lo que me da la sensación de conductor de Uber. No digo nada, por miedo a incomodarlos o verme imponente de manera innecesaria.


Como no tengo ocasión más perfecta que esta para escuchar y comentar la música de Shugo Tokumaro con nadie más, decido ponerles mi playlist del virtuoso nipón cuya música me habla y satisface necesidades Tiersenescas con un aire mucho más lúdico y vivo, menos melancólico. Veo a través del retrovisor que una vez que inicia la música, descubren en ella de inmediato un toque hogareño, probablemente, y se miran un poco sorprendidos entre ellos sin ver que lo noté. Les comento que es un artista de recién descubrimiento y que me gusta mucho escucharlo a todo volumen, se sonríen un poco, me traducen lo que está cantando -que a decir verdad no me esperaba ni poético ni virtuoso-, y seguimos el trayecto disfrutando la música.


Los llevo a Petrie Island, para estas horas el atardecer comienza a dibujarse en los cielos del este, y la caminata por las arenas y senderos rumbo al río es tranquila y callada. Puedo notar que Shogo está allí por mera indicación mía, pero es claro que Aoto, un muchacho de dieciséis años, es mucho más profundo y perceptivo, y lo veo admirando árboles, montes de arena, tomando fotos aquí o allá. Al llegar al río es claro que él está teniendo un momento de paz y admiración, y me dice en su tosco pero pragmático inglés “this Beautiful”, y toma algunas fotos más. Shogo, tal vez por no verse tan desconectado, responde con un breve “yes, nice”. 


En lo que Shogo se pone a dibujar con sus tenis algo sobre la arena, Aoto y yo caminamos un poco más hacia el este juntos, y le comento que este es un lugar que me gusta frecuentar por la paz que me brinda, el caudaloso río, los árboles, la caminata en la arena. Me dice que entiende por qué me gusta, y me agradece el haberlo traído aquí. Yo mismo le agradezco de vuelta el haberme acompañado y le digo que es un momento que voy a atesorar también.


Aoto´s Haiku


Atardecen colores

Sobre el río helado

Aoto sonríe


viernes, 12 de enero de 2024

Gare du Nord


 Anduve sus pasillos, sus escaleras, sus amplios halls; los quais se volvieron mi pan de cada fin de semana, y sus múltiples líneas de metro y RER mi principal modo de descubrir la Ville Lumière

Algo de fantástica tenía esta estación, en donde desde el alba hasta la medianoche los habitantes de París se movían con facilidad, algunos con prisa y otros, como yo, sin mayor destino que el descubrimiento constante y continuo, y sin mayor prisa que la de llenarme de experiencias nuevas a cada paso. Allí en donde se detenía mi tren (originado al norte y pasando por Enghien-les-Bains) se abría una enorme galería semi-abierta que dejaba entrar toda la luz y vientos, y la gran mayoría de los pasajeros buscaban bajar lo antes posible para salir corriendo a encontrar sus respectivas conexiones en los diferentes sub-niveles bajo tierra. Yo, por lo general, dejaba pasar a todo mundo y me bajaba a mi tiempo, tranquilo, escuchando alguna canción recién descubierta y notando al señor siempre sentado y rodeado de palomas, los otros pasajeros esperando trenes para volver a los suburbios, las tiendas en su completo desorden ordenado -periódicos, cigarros, galletas, bebidas, etcétera-.  

Me resulta emocionante y curioso a la vez, todo este nuevo aprendizaje y adaptación a este medio de transporte por vías férreas que me era completamente ajeno en México. Veo que esta sociedad gala lleva décadas acostumbrada a la rapidez, la eficiencia, las conexiones, por dónde subir y por donde bajar, qué línea tomar, cómo acomodarse en los vagones, etc. Yo, neófito en este arte, me tomaba mi tiempo inspeccionando mi mapa de los metros y RERs de París (que me acompañó durante mi año entero) para no errar el destino, la dirección, la parada o la conexión. De hecho, hace poco visitando a mis padres tuve la ocasión de husmear entre mis viejas cajas de recuerdos y de reencontrarme con ese mismo mapa, el mapa que recorrió conmigo probablemente miles de kilómetros bajo los túneles de las vías férreas parisinas, ahora carcomido y frágil, y me trajo un maremoto de emociones fuertes, imágenes veloces en mi mente de aquel muchacho curioso y hambriento de Francia y su cultura, su arquitectura, su joie de vivre

Por lo general me gustaba bajar de mi tren y caminar hacia línea 4 del metro, dirección Porte d´Orléans*, porque podía bajarme en la estación Cité y alzar los ojos directamente a la Catedral de Notre Dame, bellísima, histórica y majestuosa, alzándose orgullosa bajo los cielos de París. Cabe decir que para hacerle justicia a mis aventuras por esa ciudad, tendría que escribir probablemente un libro o, por lo menos, algunas crónicas menos mediocremente documentadas, por lo que lo dejaré para otra ocasión.  

Recuerdo también las veces en que la Gare du Nord, normalmente mi punto de partida para descubrir la capital, se convirtió en refugio y alojo y me trajo tranquilidad todas esas noches en que, por andar demasiado distraído aquí o allá, perdido en algún punto de la ciudad, no me percataba de que tenía que haber estado ya tomando algún metro de vuelta a ella para poder tomar el último tren nocturno con dirección de vuelta a Enghien/Montmorency. Era toda una escena de película, verme bajando escaleras corriendo, saltando al interior del metro al momento en que cerraba sus puertas, contando las estaciones impacientemente para, en cuanto se abrieran las puertas, salir disparado al resto de mi traslado de vuelta a través de estaciones-conexión o escaleras eléctricas ya para estas horas vacías. Recuerdo llegar a la estación apenas rozando, tenso por la posibilidad de perderme ese último tren que me llevara de vuelta al hogar, pero ya el saberme allí me traía paz, sólo quedaba trotar hacia ese quai de siempre desde donde saldría mi tren de la línea H, probablemente vacío y silencioso, pero lleno de este corazón vibrante, acelerado y agradecido por un día más descubriendo la magia de París. 



*Veo que hoy día, casi 18 años después, la Línea 4 ahora baja hasta una nueva estación "Bagneux-Lucie Aubrac*


jueves, 27 de octubre de 2022

Phare du Haut-Fond-Prince


 Se yergue ante nosotros una estructura imponente, surge de entre las aguas del río Saint Laurent, a las orillas del fiordo de Saguenay, a siete kilómetros de Tadoussac, en Quebec.

Como íbamos en un barco intentando tomar fotos de ballenas, belugas y focas, la atención estaba enfocada únicamente en el lado del barco en el que me asenté por un buen rato. Los vientos eran gélidos y no mentían cuando nos decían que debíamos llevar ropa invernal, cubrir oídos, manos y cuerpo. Yo no soltaba el lente de mi cámara, listo para capturar velozmente cualquier animal marino que se dejara asomar en la superficie de las frías aguas. 

Y en eso, sin estar preparado para ello, veo que nos vamos acercando al faro que se construyó en una especie de plataforma metálica en 1961. Nada capta más mi atención que la estructura, sobre la cual chocan leves olas constantemente. Veo una rendija por donde subían una escalera las personas en aquellos tiempos, y me fijo en el metal roído pero firme, el rojo intenso, a pesar de ser un día nublado y frío. Cuenta la leyenda que durante su primer invierno funcional, tres guardianes fueron sacudidos e incomunicados por una fuerte tormenta, cuyas olas llegaron a la plataforma e inundaron el refugio principal, obligándolos a subir a la torre, en donde tuvieron que esperar a que calmara la tormenta 36 horas después.

Uno se imagina todo eso mientras la estructura se asoma poderosa y mística a escasos 20 metros de distancia, mientras que mi cuerpo helado pide un poco de calor. No basta decir que quedo perplejo; sigo hasta espantado por la historia y la trágica sensación de potencial muerte que habrían sentido los guardianes sesenta años atrás, en lo alto de aquel faro en medio de las inclementes aguas gélidas del Saint Laurent.



jueves, 11 de agosto de 2022

Miel du Château

Yo llevaba a lavar mi ropa a ese pequeño establecimiento, quizás unos quinientos metros de distancia de donde rentaba un cuarto en la casa de una señora mayor. Lo había descubierto en una de mis caminatas cotidianas, digamos, misiones de reconocimiento de mi zona; taquerías, cafés, inmobiliarias, edificios departamentales y allá, a lo lejos, al final de la calle, la Lavandería El Greco. 

Usualmente me atendía una chica muy amable quien, por lo general, se la pasaba en su celular. Había que timbrar para que le abrieran la puerta a uno desde adentro, y ya una vez allí, esa chica sacaba mi ropa de mis bolsas de plástico y la pesaba: serán tantos pesos. En lo que me buscaba mi cambio, yo husmeaba con la mirada el establecimiento: algunas lavadoras y secadoras hacia el fondo, y más cerca las paredes adornadas con curiosos pósters y mapas de Francia, un cartel hecho a mano que decía Vive la France. Me parecía una decoración por demás específica, pero nunca le pregunté a ella el por qué de tantos motivos galos. 

En cierta ocasión, mientras buscaba cambio para darme -claramente la dejaban siempre sin cambio los dueños del establecimiento-, la vi alejarse hacia la parte de atrás de los cuartos y hablar con alguien que se encontraba allí cerca. El individuo, un hombre de baja estatura, medio calvo y con ojos de color claro la acompañó de nuevo a la caja, sacó cambio de sus bolsillos y su suéter, y alzó la mirada para verme. Soltó alguna disculpa o explicación acerca de la ausencia de cambio, y aproveché yo para preguntarle el porqué de la decoración francesa en las paredes sucias y descuidadas. 

-Ah sí, ¿le gusta la decoración? Mi hermano y yo somos de Francia. Bueno, mejor dicho somos mitad franceses. Es la tierra de mis ancestros. 

Yo le respondí emocionado que yo había vivido en Francia un año, y que tenía gratísimos recuerdos de aquel país.

-¡Espléndido! -me dijo emocionado- Nosotros somos de una parte al centro, nos apellidamos Du Château, que quiere decir "Del Castillo"...

Le pregunté en mi empolvado francés que si él y su hermano iban seguido a Francia y que si seguían practicando el idioma de Moliére -suponiendo que tanto orgullo corriendo por sus venas le iban a soltar la lengua que tanto disfruto escuchar-. Pero no, para mi sorpresa su francés era precario y con un acento chilango por demás notorio, lo cual lo hacían sonar casi como un impostor queriéndose hacer pasar por francés. Pero, ¿quién era yo para juzgar o condenar a ese pobre diablo? Las circunstancias de su vida me eran ajenas, y le agarré cariño a pesar de mis dudas. 

En numerosas ocasiones platicamos sobre esto o aquello, restaurantes, quesos, vino. La situación social en Francia, pero más que nada el señor Du Château estaba bien informado en los chismes del vecindario. Resultó que la lavandería no le dejaba mucho dinero (que tenía que dividir con su hermano, a quien creo conocí una única vez y quien no me habló en francés), pero estaban moviéndose hacia el sector apicultor: Miel Du Château. Me hablaba maravillas de la miel, y que era algo que habían aprendido de sus ancestros en Francia, orgullosamente ahora trayendo los secretos a México. 

No supe bien si creerle o no acerca de los orígenes de sus conocimientos en apicultura, pero por pura amabilidad le dije que cuando tuviera miel, me gustaría comprarle un poco para probarla y llevarle a mi familia a Chihuahua en mi siguiente viaje. Era un personaje tan curioso y lleno de contradicciones, casi daba la impresión de mitómano, que independientemente de que me vendiera miel algún día o no, el hecho de alzarle el ego hablándole de Francia o de la miel me daban la ocasión de conversar más minutos con él, mientras la chica de al fondo seguía inmersa en su celular. 

Eventualmente, un día que recogía mi ropa limpia, el señor Du Château escuchó mi voz desde el fondo de su establecimiento y salió emocionado a platicar conmigo. Le dijo a la chica que "él me atendería", y mientras buscaba mis pertenencias, me decía que me tenía un pedido extra listo. Yo, un poco confundido, no sabía bien de qué hablaba pues yo jamás había dejado ropa extra o ningún otro tipo de peticiones específicas sobre la limpieza de mis prendas. Fue a la parte de atrás y volvió con un par de frascos de miel, dorada y pura, que me entregó en la mano. Así que no era del todo mentira; la etiqueta bastante simple y poco decorada decía "Miel du Château", con información nutricional y algún correo electrónico. Le pagué la miel y le agradecí, y eventualmente la famosa Miel du Château, cuyos secretos provenían de algún recóndito rincón francés y traídos a México por esos curiosos hermanos, llegó a la alacena de mi madre, quien la disfrutó enormemente. 

No recuerdo el nombre del señor, y al revisar en Google Maps, resulta que la lavandería ya no existe. No sólo ya no existe, sino que el edificio fue completamente derrumbado. También he buscado su miel en Google sin resultados positivos. Es como si todo hubiera sido un sueño, como si el curioso señor Du Château me hubiera dado esos frascos de miel y luego se hubiera desvanecido, o mejor aún para él, vuelto al país de sus ancestros...





miércoles, 20 de julio de 2022

La Cueva del Diablo

Salimos de la casa de campo de no recuerdo qué familia, y comenzamos a caminar hacia el norte de Majalca. Los caminos eran terracería y estaban sombreados gracias a los altos pinos que delineaban las propiedades a ambos lados. Recuerdo que gracias a las fuertes lluvias que habían acompañado los días anteriores, el olor a fresco, tierra mojada, y bosque aún bastante virgen penetraba mi sentido del olfato y me generaba una felicidad inexplicable. Era obligatorio que, como niño explorador y hambriento de mundo, me hubiera hecho de una vara que acompañaba mi recorrido como si fuera una herramienta indispensable. 


Los mayores indicaban que pronto se vería a lo lejos, que prestáramos atención hacia el oeste, allá arriba, en la montaña, que es en donde se encontraba. La excitación y el misterio me invadían porque yo jamás había estado en una cueva antes, mucho menos en una en la que el nombre indicara que allí adentro vivió, o seguía viviendo, el mismísimo Diablo. No puedo negar que me generaba un poco de miedo ir y adentrarnos en los recovecos de una cueva; ¿qué habría pasado allí adentro tiempo atrás?, ¿Era posible que, una vez adentro, quedáramos atrapados para siempre en sus garras?, ¿Por qué le habían puesto ese infame nombre: La Cueva del Diablo? 


Y así, en lo que esas preguntas invadían mi inocente cerebro, algún otro niño emitió un aullido de emoción que me hizo volver mi rostro hacia la izquierda: allí estaba, a lo lejos, indudable, absolutamente existente y espeluznante, la Cueva del Diablo. Cabe mencionar que, considerando la montaña, el bosque y la luz del sol que todo bañaba, ver allá arriba un agujero obscuro y negro, enorme, me paralizó las neuronas momentáneamente. El concepto de cueva tomó fuerza y sentido, y comprendí que después de todo, entrar a una cueva requeriría mucha más valentía de la que yo podía generar en ese momento. 


Seguimos avanzando por esa terracería unos cien metros más y giramos hacia la izquierda, hacia el oeste, ya que habían acabado las casas de la zona, y comenzamos a subir poco a poco la montaña cuyas faldas se extendían hasta el camino. Rocas, matorrales, espinas, pinos, árboles varios, todo ello iba ilustrando el camino improvisado de subida, hacia la irremediable y obscura entrada de la Cueva que aún se miraba lejos. Conforme subíamos, el agujero iba cobrando tamaño y, por lo tanto, fuerza. Lo bueno que íbamos con adultos, porque de otro modo no nos hubiéramos animado a subir...


Juro que ya más arriba, tal vez a unos doscientos metros de la entrada, reinaba un silencio sepulcral; ni el viento entre los pinos silbaba. Llegamos a escuchar una víbora de cascabel a lo lejos, pero incluso ella se calló: era como un presagio, una advertencia. Agarré más fuerte mi vara y seguí subiendo, prestando atención a las rocas frente a mi, pero no sin dejar de voltear mi vista ocasionalmente hacia arriba, hacia la cavidad potencialmente pestilente que se iba expandiendo conforme nos acercábamos. Tal vez fuera mi percepción de infante, pero me parecía una entrada enorme para una cueva -no que tuviera la menor experiencia con la orografía de mi estado natal, pero supongo que, si hubiera sido yo el Diablo, hubiera buscado alguna cueva más remota, menos llamativa-. 


Y al fin estábamos allí en la entrada, en donde ya no quemaba el sol y el viento soplaba más fresco; claramente debía ser una cueva profunda y terrible porque era claro que la corriente de aire que sentíamos fluía desde adentro. No noté ninguna pestilencia, y a decir verdad ya que estábamos adentro noté que no había mucho espacio; algunos se sentaron a descansar, otros seguimos hacia lo más profundo, dándonos cuenta que no era tan profunda como mi imaginación había advertido. Es más, resultaba un poco decepcionante que no hubiera túneles hacia cavernas mayores, antesalas obscuras en donde hubiéramos encontrado restos de hogueras, huesos, arte rupestre diabólico, cualquier seña o vestigio que explicara la reputación o el nombre del lugar.


Cada vez que volví, años después -que habrán sido unas 3 o cuatro veces a lo más-, seguí sintiendo esa magia y esa terrible sensación que me provocaba pronunciar el nombre de la caverna: La Cueva del Diablo. Pero seguí subiendo, en cada ocasión, con la misma emoción y anticipación del niño que había subido décadas atrás. Cada vez, al igual que la anterior, una fuerza inexplicable, casi como un imán, me llamaba a pretender o imaginar que iba a encontrar algo terrible y espantoso, tal vez casi emocionado de que, una vez adentro, se me hiciera finalmente el toparme con el mismísimo Diablo.



jueves, 23 de junio de 2022

Piló, Quike, Juan, Cecy, Edgar, Leonor, Aldo y Marisol

 Vengo recién llegado de Metepec. Traigo el cabello larguísimo, a modo de afro. Inmediatamente las autoridades escolares de Chihuahua me dicen que esto "no está permitido" y que voy a tener que cortarme el cabello y acatar las normas. Ya de entrada pienso mugre rancho conservador. Esto, aunado al hecho de que estoy dejando atrás a mis dos grandes amigos de aventuras juveniles en Metepec, me hace odiar la decisión de volver al terruño. Lo amo, no se me tome a mal, pero había comenzado a amarlo como un destino vacacional, un sueño navideño de un par de semanas y ya, volver a la normalidad en el centro del país tras recargar energía en familia y con amigos.

Las primeras semanas nos quedamos en casa de mis abuelos a falta de tener un hogar listo (y la mudanza que apenas venía en camino), y esas semanas fueron lindas, cargadas de conversaciones con mi abuelo, husmear entre sus libros de poesía (Juan de Dios Peza, Antonio Machado), desayunar con mi abuela y disfrutar de sus licuados matutinos, tomar el camioncito de la mañana que pasaba por mi siendo aún noche afuera, y me ponía mi discman para escapar de la realidad y volver, a ratos, al lugar que había dejado apenas un mes atrás. 

Llego a Chihuahua en cuarto semestre, la mitad de mi preparatoria, y es un momento que marca el resto de mis días. Es terreno fértil en cuanto a la amistad, pues Arnulfo me había presentado a varios de sus amigos más cercanos el verano anterior, y por suerte compartiría clases con todos ellos. Los viejos nombres que él me había mencionado en tantas ocasiones, Juan, Aldo, Piló, Marisol, Leonor, Edgar, Quike, Cecy, todos ellos estaban allí el primer día de clases en esa fría mañana de enero 2005.

La primera en mostrarme calidez fue Piló, quien ya el verano anterior me había caído muy bien y habíamos platicado agusto de gustos afines como Blink-182, y de hecho yo iba corto de dinero a algunas de nuestras salidas (en aquellos tiempos nadie manejaba aún, caminábamos las calles de Chihuahua o nos subíamos al camión), y pidiendo 20 pesos para unos hot dogs, Piló me terminó ofreciendo 200, que es un gesto que jamás olvidaré. En la preparatoria me dio un tour, me contó de los "grupos", de las fresas, los nerds, los populares, y los recientemente formados "Chabelos". En la cafetería me iba indicando estos grupos de personas, y me insistió en que los más agusto serían los Chabelos (del cual ella formaba orgullosa parte), ese grupo ecléctico y peculiar de personalidades variadas y que se juntaban en unas mesas cercanas a las escaleras de la cafetería. Yo, neófito, no me sentía cómodo dejando mi mochila allí con las del resto, así que la cargaba a todos lados. Eventualmente el grado de confianza me llevaría a lanzar mi morral (que con el tiempo me sentí cómodo en llevar en vez de mochila) por encima de cabezas y que aterrizara suavemente encima de otras mochilas apiladas bajo la escalera. 

Piló se volvió instantáneamente en mi primera amiga; me prestó una guitarra para que me llevara a casa de mis abuelos y tuviera algo que hacer por las tardes, y el primer viernes -que salíamos temprano- tomamos un camión que nos llevó al Centro Musical de Chihuahua, una tienda en la esquina de la Calle 14 y Niños Héroes, porque yo traía la idea de "comprarme un banjo", y ella me dijo que sabía de un lugar en donde los vendían. Obviamente el banjo costaba las perlas de la Vírgen, por lo que salí con las manos vacías, pero contento de recorrer las calles de mi tierra al lado de mi simpática amiga nueva.


Por otro lado, Quike Müller se volvió en mi primer amigo. Me parecía un personaje curioso, interesante, culto, lector, musical, sabía sobre cine y eso me fascinaba, que me arrojara el ocasional dato sobre esta o aquella película, este o aquel soundtrack. Inmediatamente me viene a la mente que fue gracias a Müller que empecé a prestarle atención a Soda Stereo, específicamente porque Enrique traía seguido la de Persiana Americana resonando en sus audífonos. Me gustaba que él se involucraba en cosas con ONGs, en clases extracurriculares como cocina y creo fotografía. Era alguien que me retaba y me llenaba de experiencias nuevas. 


El siguiente par venía en combo; Juan que andaba con Cecy, Cecy que no se separaba de Juan. Yo, hasta ese entonces poco experimentado en relaciones sentimentales, me parecía que esos dos no se soltaban nunca, era empalagoso. Hacían todo juntos, comían juntos, hacían tareas juntos, iban a la biblioteca juntos. Mientras que Cecy era una artista nata y dibujaba cosas increíbles en sus cuadernos, Juan era un ratón lector que a todas horas se le veía con algún libro en mano. Y, en su bolsillo, siempre una hackie con la que nos entreteníamos en los pasillos, en los patios, en los pastos. A todas horas jugábamos hackie y Juan, con sus converse, era el mejor de todos. Sujeto atlético y deportista, Juan hacía malabares, lograba pases increíbles, rescataba la hackie de caer al piso tras el peor de los pases de alguien más. Fue con Juan con quien más habría de disfrutar tomar clases, pues nos pasábamos mensajes, comentábamos este o aquel detalle con sarcasmo, manteníamos una bitácora de "quotes" que alumnos o maestros decían a mitad de la clase sin darse cuenta de la belleza, innecesariedad o filosofía detrás de su recién pronunciada frase (Ejemplo: Aldo formó parte de la planilla Urbano que buscaba coronarse como Sociedad de Alumnos, y en algún debate contra la otra planilla pronunció la histórica "Para su información, porque por lo visto es necesaria, ...."). Ese era el tipo de frases que Juan y yo anotábamos frenéticamente cada que alguien soltaba algo digno de inmortalizar en escrito.


Otra pareja con la que comencé a hacer amistad, más no tan profundamente, eran Edgar y Leonor. Ella toda pequeña y callada en aquellos días, y Edgar un bato enorme, tosco, pero que daba siempre buena vibra y con quien platicaba seguido sobre Lord of the Rings, tanto libros como películas. Ellos vivían su mundo raro y no era seguido convivir con ellos, pero los recuerdo como unos de los primeros en entablar plática conmigo.

Aldo, a quien también había conocido el verano anterior en casa de Arnulfo, era un tipo inteligente, popular, carismático. Todo mundo quería pasar tiempo con Aldo, y él, intentaba dar un poco de sí para todos. Estaba involucrado en muchas cosas, y por lo tanto era respetado tanto por alumnos como profesores. Recuerdo que ya desde esos días tenía su propia empresa y hablaba de su "partner", lo cual me parecía inaudito: qué sabía yo de negocios, empresas o hacer dinero en esos tiempos...  Aldo era amable conmigo al inicio, pero luego resultó que no nos caímos tan bien, al menos el primer semestre. Eventualmente se volvería en uno de mis más queridos amigos. 

Finalmente cabe mencionar a la Oveja, esa chica de la que Arnulfo llevaba enamorado más de un año y que era una personalidad. Una mujer única, culta, talentosa para dibujar y escribir. Resultaba atractiva a la vista, pero también su personalidad daba mucho qué opinar y añorar como potencial pareja. Practicaba kick-boxing y jugaba hackie con nosotros, era un deleite verla jugar. Supongo que se sentía un poco raro todo el asunto porque todos la sabíamos chica de Arnulfo, si bien ella se veía y se sentía libre de toda atadura sentimental. Tan así, que andaba con un sujeto mayor que todos nosotros, el famoso "Pepe", de quien todos estuvimos celosos en su momento. Era directa, un poco tosca en el trato con los demás y sin filtros. Se desesperaba fácilmente, pero ya que la fui conociendo más, descubrí en ella una cómplice de aventuras, de paseos por la ciudad, de noches de cine y palomitas, de música en el bocho. 


Estos fueron los primeros grandes amigos que hice recién vuelto de Metepec. Muchos más fueron llegando a mi vida en los meses siguientes, pero estos fueron los primeros en ocupar espacios en mi corazón. En poco tiempo me sentí en casa y acogido por la calidez de estos personajes, que llenaron esos semestres de risas, hackie, cine, música, paseos por la ciudad, sesiones en la biblioteca, festines compartidos en la cafetería, etcétera. Cada uno de ellos aportó algo específico a mi vida y me hizo sentir querido, y por lo mismo quería escribir estas líneas para plasmar mi agradecimiento por sus amistades y el tiempo compartido no sólo en aquellos días hace ya 17 años, sino el resto de las aventuras que continuaríamos teniendo hasta hoy día. Dice el dicho - y lo dice bien-:  quien encuentra a un amigo, encuentra un tesoro.





















viernes, 3 de junio de 2022

Charlie Baby


Se aparece en mi vida hacia mi último semestre de universidad. Un sujeto moreno, flaco, larguirucho. Sonreía de oreja a oreja, andaba generalmente algo despeinado. Era amable y generoso, siempre ofreciéndonos aventón que si al súper, al tren ligero, a los tacos El Güero ya entrada la noche. Disfrutaba con singular alegría a nuestro lado la orden de tacos con unas cebollitas, "cortesía" del Güero. Charlie era de Cuernavaca y nos alegró nuestro último semestre en incontables ocasiones. 

Por un lado a mi roomie la buscó con ojos de enamorado, me pidió ayuda para colgar decenas de manzanas del techo de su cuarto con listones que acomodó pacientemente, en un gesto por demás romántico y nutritivo. Yo tuve la suerte de grabar un breve video de Charlie colgando las manzanas, que debe estar en alguna antigua memoria empolvada. Cabe recalcar que consumimos manzanas de manera frenética durante las siguientes semanas.

Por otro lado, Charlie estudiaba una carrera que le exigía proyectos fotográficos y de creación de video, para lo cual me invitó en dos ocasiones a participar como actor/personaje de guiones escritos por él mismo. Le agradezco aún hoy día esto, porque me permitió apoyarlo con ukulele y acordeón en dos videos que, si bien no obtuvieron el reconocimiento que merecían, sí nos dejaron contentos con el resultado. Recorrí Coyoacán a su lado, con acordeón colgado en mi hombro, intentando encontrar el punto ideal para el cortometraje. A él le parecía exótico que yo tocara esos instrumentos, y le expliqué que venían de mi gusto por Beirut, al grado que eventualmente él mismo se compró un ukulele que llegamos a tocar juntos en algunas ocasiones. 

Recuerdo recorriendo las avenidas de Tlalpan en su vehículo, subiéndole al estéreo mientras resonaba "The Crane Wife 3", de The Decemberists. Íbamos a Wendy´s por unas hamburguesas después de haber grabado video en el centro de Coyoacán. Yo sacaba mi rostro por la ventana abierta y me sentía contento de tener a ese cómplice de aventuras y música, inesperada amistad que sin duda me regalaría mis momentos más memorables de mi último semestre de universidad. 

En el día a día él me llamaba Mi buen, y se refería a mi con un respeto innecesario, y yo, para aligerar la tensión, le llamaba románticamente Charlie Baby. Él sonreía con esa sonrisa que abarcaba la totalidad de su rostro y que llenaba mi alma de cálida fraternidad, y culminábamos siempre el saludo o la despedida con un abrazo apretado.



sábado, 14 de mayo de 2022

Portacoeli

 Abro la ventana, no tiene rejas ni nada, así que se siente como si el mundo de afuera entrara todo de jalón, así como la luz. Hay árboles enormes frente a mi, casas construidas claramente sin seguir lineamientos legales o de seguridad, apiladas unas sobre otras, ampliaciones que lo hacen ver todo amontonado. Siempre hay gente caminando, estudiantes, vecinos, algunos perros callejeros paseando, rascándose, olfateándose los unos a las otras. Saco mi cabeza y recargo mis brazos sobre el marco, contemplo más allá aún; la pollería del Enano, un vecino curioso (literalmente, un enano) con cuyas tijeras corta y recorta los pollos ya desplumados y los acomoda en sus estantes sin mayor protección. Las Güeras, como se les conocía en el vecindario y en la universidad, ese gremio familiar de viene-vienes que pertenecen a la misma familia y que dominan la vecindad con su presencia y su influencia. A eso se dedican: dar indicaciones a los estudiantes que no saben estacionarse, quienes la mayor de las veces vienen tarde a clases y les dejan las llaves, confiándoles sus vehículos, sus pertenencias, a cambio de alguna cuota previamente acordada. Al inicio me daban miedo, un poco de inseguridad, pero ya que me ubicaron como vecino hasta podría decirse que me protegían. No eran especialmente amables, pero como fuera eran una presencia constante y rostros familiares al volver tarde por la noche de alguna de mis aventuras en Tlalpan. 

Si me asomo hacia arriba veo el resto de mi edificio, alto, otros tres pisos encima del mío, y luego eternidad de cables de electricidad, peligrosamente cerca de mis vecinos de arriba. Y si miro abajo, la banqueta limpia y transitada seguido por los vecinos y algún perro callejero. En el piso de abajo, entrando de la calle directamente a la izquierda, vivía Jordán, un chavo de Cuernavaca que, según corría el rumor, era varios años mayor que nosotros, pero tenía cara de adolescente, al grado de que comenzamos a llamarlo el Vampiro. Era muy amable, sonriente y amistoso, a decir verdad es a quien más extraño de ese edificio, pero en aquellos tiempos que coincidimos en ese recinto no teníamos mucho en común ni pasamos tiempo juntos, pues él tenía un departamento completo con cocina y baño para él solo.

 En mi mismo piso (el segundo), justo frente a mi cuarto, un sujeto callado, poco amistoso, siempre encerrado en la obscuridad de su nido. Edgar se llamaba, creo. Estudiaba alguna ingeniería, usaba lentes, flacucho, seguramente inteligente. A la derecha de mi cuarto la pequeña cocina, una mesa con pocas sillas, un refrigerador que ni si quiera funciona muy bien y que me echaría a perder unos quesos de Chihuahua que dejé en el congelador (claramente descompuesto en algún punto sin darme yo cuenta). Al lado de la cocina el cuarto del sueco, Gustav, un estudiante de intercambio, típico rubio, atractivo, bigote y pelo facial, mascaba tabaco que apestaba. Le encantaba hablar de mujeres, de sus experiencias con las mexicanas -supongo las encontraba exóticas-. El sujeto le daba un toque más internacional y universitario a mi vida en la gran ciudad, y tenerlo por vecino de piso me llevó a compartir algunas noches de conversaciones levemente interesantes, al menos sintiendo que mi decisión de haber dejado Chihuahua traía sus frutos en términos de exponerme a gente del mundo, de fuera.

En el piso de arriba habita una chica de cabellos chinos que venía de Querétaro y con quien no platiqué jamás de nada interesante, salvo temas del baño, ya que con ella me tocaba compartirlo. No hubo nunca problemas pues ella iniciaba sus días muy temprano, y los fines de semana se regresaba a casa de sus padres. El baño, en su mismo piso, era pequeño pero me encantaba su regadera, cuya ventana asomaba a la calle del Enano de los pollos. Desde lo alto, tomando mis duchas, escuchaba música que se mezclaba con los ruidos de la vida cotidiana de allá afuera. Era un lindo espacio y recuerdo esas duchas, contento de tener una ventana por donde sacaba mi cabeza empapada.

Ya no recuerdo en qué piso vivía también Ivón, otra chica de Cuernavaca amiga de Jordán, con quien compartí clases y conversaciones en numerosas ocasiones. Los de Cuernavaca se volverían eventualmente amigos cercanos, pero como viví en ese edificio únicamente un semestre, no hice grandes memorias a su lado. Era callada, tranquila, pero de buen humor y muy amistosa. 

Un piso más arriba, en el ùltimo, vivìa Mario, norteño oriundo del mismo terruño, cuyo cuarto aparentemente era el más espacioso, con baño propio y mini cocina, tenía yo entendido. Èl se dedicaba a fumar y beber, y fuera de eso algunas veces coincidimos en la cocina y platicamos de esta o aquella persona que teníamos en común, o este o aquél lugar que extrañábamos de vez en cuando. Eventualmente Mario se hizo muy amigo del sueco, y podíamos escucharlos hasta largas horas de la noche escuchando música, echando despapaye y fumando o mascando sus tabacos. 

Mi propia habitación se convirtió pronto en mi refugio, algún mapa del mundo colgado de la pared, y otro de la Ciudad de México con el sistema del Metro para facilitar mis planes de vagabundo. Una cama, un closet pequeño, y una mesita de noche. Me las ingenié para acomodar libros y demás, y algún escritorio cuya procedencia ya olvidé en donde pasé largas noches haciendo tareas, escribiendo memorias, platicando con amigos. Mi recoveco se volvería, en la rara ocasión, cómplice de mis insolencias con la novia de aquel entonces, con quien planeara aventura y viajes. El cuarto se llenó también de música y acordes pues de las pocas cosas que llevé conmigo de Chihuahua, cabe hacer mención honorífica de mi acordeón. Supongo que yo era el vecino incómodo hasta cierto punto, el ruidajo de mi acordeón a veces por las mañanas, tardes o noches. Repitiendo canciones una y otra vez para interpretarlas mejor. Ese era yo, el vecino del acordeón. Un personaje curioso más, en ese mundo tan ecléctico y surrealista que era el edificio en la calle Portacoeli.







 




martes, 10 de mayo de 2022

Jerry "Spits"

Me cuenta Glen que de joven, él y sus amigos buscaban comprar whiskey siendo menores

de edad, y que un tal "Spits" -como era apodado-, quien era mayor que ellos y que estaba

un poco mal de la cabeza, les compraba lo que querían sin buscar nada a cambio.

Glen y sus amigos le insistían en que se comprara algo para él mismo, y decentemente Spits nunca los estafó ni nada por el estilo, por lo que siguieron haciendo esas transacciones en múltiples ocasiones.

Ya mayor Glen, con un trabajo estable y todo, notaba que cuando la gentre veía a Jerry (el verdadero nombre de Spits) se asustaban y no le hablaban, lo evitaban, y sin embargo él recordaba sus bondades de años atrás y le decía:

-Eh, Jerry! Ven, ¿quieres un café o un sandwich?

Y Jerry, quien recordaba a Glen, accedía a la invitación y se sentaban a platicar mientras compartían algo de comer. 

Resultó que Jerry y su hermano habían heredado dinero y tierra, pero por tener Jerry una condición mental, el hermano había ajustado cuentas en diferentes restaurantes y tiendas a donde Jerry solía acudir, y les decía "Denle lo que pida, anótenmelo y yo se los pago luego". 

Jerry vivía en las calles, y años después, cuando llegaba a toparse con Glen, sonreía de oreja a oreja y se acompañaban un rato contándose historias y bebiendo café.